Era un día lluvioso en la ciudad de
Madrid, Carlos, celador del Hospital de la Princesa, se disponía a coger el
tren de las siete y media de la mañana en la estación de El Pozo, al sur de la
ciudad, se sentaba en la cuarta fila del tercer vagón, casi siempre con un
libro de aventuras entre sus manos.
Como cada jueves, Carlos, compraba
una caja de donuts de camino al hospital para alegrar el día a sus compañeros.
Antes de llegar, se cruza con Juan, jefe de planta y una de las personas más
serias de su trabajo, no le gustaba intimar con los empleados, ya que una de
sus principales funciones era decidir sobre el futuro laboral de toda la
planta.
El día parecía normal, Carlos era
de esas personas que hacía que al paciente se le olvidara su dolencia, cuando
de repente algo rompió su rutina, Juan le llamó a su despacho.
Carlos con las manos húmedas,
golpeo la puerta, una voz seria le invitó a pasar y se dispuso a entrar. Una
vez dentro, observó como Juan con un rostro “humano”, posaba un papel y un boli
sobre la mesa.
Sentado en su sitio de siempre, con
la mirada perdida y su libro entre las manos, trataba de asimilar lo que
acababa de pasar, como si de una pesadilla se tratara, le acababan de despedir.
Al día siguiente, Carlos cogió el
tren de siempre, en su sitio de siempre, con el libro de siempre, pero una
parada antes del Hospital, recordó que no era un día como los de siempre. Se
sentía triste y perdido, sin saber qué hacer, ni a donde ir, entonces miró sus
manos, tiró el libro y cogió el primer autobús, dispuesto a emprender su propia
aventura. Horas después se encontraba en el puerto de Lisboa, con la
indemnización entre sus manos y las ganas de comenzar la aventura, convenció a
un pescador para que le vendiera su pequeño barco, y partió.
A la semana de estar navegando,
escaseaba la comida y el agua, se encontraba en mitad del océano, pero en un
habitáculo del barco, encontró los utensilios de pesca de su anterior
inquilino, unas redes y arpones, suficiente para poder pescar y sobrevivir.
Sobre el horizonte se divisaba un
peñón, y con ganas de terminar la aventura, decidió ir hacia este; rumbo a su
destino se topó con un gran tiburón blanco, el cual, comenzó a nadar en
círculos alrededor del barco. Carlos, asustado, aceleró el barco, queriendo
dejarle atrás, pero en su frustrada huida chocó contra el tiburón rompiendo la
hélice y la dirección.
El tiburón herido, seguía con vida
y cabreado comenzó a golpear el barco,
este se movía de un lado a otro, y en su interior, Carlos solo podía pensar en
una cosa, la muerte.
No sabemos si por la adrenalina del
momento o por ser sus últimos instantes de vida, lo que hizo que, se armara de
valor, e instantes antes de volcarse el barco, agarró el arpón y saltó sobre el
tiburón, atravesándolo de un solo golpe y dejándolo sin vida.
Después de la tensión vivida, Carlos
se desmaya sobre el tiburón, y ambos son arrastrados por la corriente hasta la
playa más cercana, donde al despertar la única imagen que observa es la inmensa
boca del tiburón, con sus afilados dientes, lo que le hizo despertarse de un
salto.
Desorientado y confuso comenzó a
andar sin rumbo fijo, por la misteriosa isla donde había ido a parar, en busca
de ayuda.
Tras unas horas de incesante
búsqueda, se encuentra con una chica, y aliviado se desploma frente a ella, la
cual lo llevó a su pequeño poblado y cuido de él.
Pasados los días, tras contar la
aventura a sus nuevos amigos, todos juntos acudieron a la playa para comprobar
que el tiburón era real y no había sido un mal sueño, e impresionados
celebraron una gran fiesta con la carne del tiburón, poniendo a Carlos como
anfitrión.
Años después, había conseguido
empezar de cero, alejado de la monotonía de su vida, junto a aquella mujer
exótica, donde el trofeo de aquella terrible aventura en aguas del océano
Atlántico. Un trofeo que, sin duda, le recordará cómo su vida cambió un día
lluvioso.
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